María en la Iglesia naciente
Si queremos saber lo que significa María como Madre de la Iglesia,
abrimos los Hechos de los Apóstoles y vemos cómo Lucas —que al principio de su
Evangelio ha centrado los dos primeros capítulos en la Maternidad divina de
María—, ahora nos la presenta como la Madre de la Iglesia naciente.
Los cuatro Evangelios no nos dan la vida del Señor de una manera
seguida, lógica y completa, como nos gustaría a nosotros tener la historia de
Jesús. Todos sus hechos son semejantes a piezas de mosaico, que nosotros, bajo
la guía del Espíritu, sabemos unir para alcanzar la imagen perfecta que Dios
nos quiere mostrar del Señor.
Esto es lo que nos pasa con la figura de María en el Evangelio y
en los Hechos de los Apóstoles: piececitas sueltas que nos dan al fin una imagen
singular y magnífica de María.
Empezamos por Marcos, y vemos cómo los creyentes somos la madre,
hermanos y hermanas de Jesús. Ya no es la carne ni la sangre, o la generación
natural de los descendientes de Abraham, lo que constituye la familia o el Pueblo
de Dios, sino la fe en Jesucristo (Marcos 3,34)
Viene Lucas, y nos presenta a María como la gran creyente, de modo
que Isabel, llena del Espíritu Santo, la colma con la alabanza suprema:
- ¡Dichosa tú, que has creído! (Lucas 1,45)
Así tenemos a María como doblemente Madre de Jesús: como quien le
ha dado su ser de Hombre, y como quien lo ha concebido por la fe más
profundamente que nadie. Lucas nos hace entender perfectamente a Marcos.
María, nos dice ahora Juan, lleva esta su fe hasta la noche
oscurísima del Calvario —durante la que no ve nada, pero sigue creyendo con fe
firmísima—, y es entonces cuando le declara Jesús la maternidad espiritual
sobre todos los creyentes:
- Ahí tienes a tu hijo.
Esto, lo que le dice a Ella. Y nos comunica a continuación a
nosotros:
- Ahí tienes a tu madre (Juan 19,26-27)
Desde este momento, la Iglesia, representada por Juan, recibe a
María y la cuida como Madre suya.
Mateo mira la fe como la estrella de los Magos, a los que guía
hasta dar con Jesús, al que encuentran en los brazos de María, su Madre, la
cual se lo ofrece para que lo adoren y le den el beso más tierno.
De este modo, Mateo nos presenta a María como la gran dadora de
Jesús a los hombres (Mateo 2,11)
Los Hechos de los Apóstoles nos hacen ver a María en el centro del
grupo. Pedro y los Apóstoles son la cabeza que rigen y gobiernan, y María es el
corazón que llena de calor a la primera comunidad cristiana. Los Hechos (1,14)
la presentan al frente de la fe y de la oración, alentando la unión de los
discípulos, primero esperando la venida del Espíritu y después viviendo el
fuego de Pentecostés.
Los Evangelios y los Hechos, nacidos en las primeras comunidades
cristianas como expresión de su fe, nos presentan así a María. Y así es también
como nosotros la vemos, la creemos y la vivimos, pues somos la misma Iglesia
que enlazamos con los Apóstoles, unidos en Pedro su cabeza.
Aunque no lo escriban expresamente los Hechos, pero, por lo que
nos dice en ellos la misma Palabra de Dios, es fácil imaginarse la actitud y
quehacer de María dentro de aquella Iglesia primitiva.
La vemos, ante todo, evangelizar a Jesús en los misterios de la
Infancia. Todos los especialistas de la Biblia nos hacen ver cómo lo que
sabemos de Jesús por Mateo y Lucas en sus primeros años tiene por fuente única
a la Virgen María. Sólo Ella era la depositaria de unos hechos de Jesús
desconocidos de todos. Unicamente su Madre, que había observado, meditado y
guardado todo en su corazón, podía transmitirlo a la Iglesia.
María, que cuidaba de Juan como de un hijo, volvió a llevar en
Jerusalén la vida escondida de Nazaret, metida en los quehaceres de casa como
cualquier otra mujer, pero conocida ahora como La Madre del Señor Jesús,
querida y venerada de todos.
María, que siguió muchos de los caminos de Jesús por Galilea,
seguía ahora las actuaciones de los apóstoles de su Jesús, a los que decía lo
que el Evangelio de Juan, con mucha intención, pone en sus labios como dirigido
a los criados de la boda:
- Haced lo que Jesús os diga, cumplid todo lo que Él os enseñó.
¡Y cómo amaba a los apóstoles! ¡Cómo los miraba! ¡Cómo los
animaba! ¡Cómo los bendecía!... Ahora ya no había misterios sobre Jesús, y María
y los apóstoles no podían sino amarse con el mismo Corazón del querido Hijo y
adorado Maestro.
Por el libro de los Hechos sabemos que todos se reunían para la
Fracción del Pan, convencidos de la presencia real del Señor en la Eucaristía.
¿Cómo recibiría María a Jesús, el mismo Pan divino que se horneó en sus
entrañas de Madre? Es fácil adivinarlo. La Comunión de María era por fuerza una
Comunión única, y en cada Comunión quedaba María, la llena de gracia, colmada
cada vez de una gracia creciente hasta límites casi infinitos...
El amor nos dicta muchas cosas al hablar de María. Pero, aunque
pongamos en las pa-labras todo nuestro corazón de hijos, preferimos hablar de
María así, con la Palabra de Dios en la mano. Dios no ha podido ser más claro
ni más explícito. ¿Puede haber un cristiano que no quiera a María?...