APARICIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN


JUAN SÁNCHEZ EN SOROPO

 A mediados del siglo XVII, un terrateniente español, de nombre y apellido Juan Sánchez, ocupaba las tierras de Soropo (1), en la margen derecha del rio Guanaguanare, desde frente al actual Gerrilandia hasta cerca de la confluencia del Tucupío con el Guanaguanare. Ayudado por otros dos españoles, Juan Cibrián y Bartolomé Sánchez Villanueva Godoy, se dedicaban al cultivo y la cría, por ser aquellos terrenos muy propicios, tanto para industria agrícola como para la pecuaria.

UNA GRAN SEÑORA APARECE SOBRE LAS AGUAS DE UNA CORRIENTE Y HABLA CON LOS INDIOS,- EL CACIQUE ENTRA EN RELACIÓN CON JUAN SÁNCHEZ.- LOS COROMOTOS SE ESTABLECEN EN LA CONFLUENCIA DE LOS RIOS GUANARE Y TUCUPÍO

Cierto día de la segunda mitad del año 1651 o de la primera del 1652, el Cacique de los Coromotos, en compañía de su mujer, se dirigía tranquilamente a una parte de la montaña en donde tenía una tierra de labranza. Al llegar al cruce de una quebrada o de algún rio, una hermosísima Señora de belleza incomparable se presenta a los indios, caminando sobre las cristalinas aguas de la placida corriente.

Maravillados, contemplan a la majestuosa Dama, que les sonríe amorosamente y dice al Cacique, en su idioma, que saliera a donde estaban los blancos, que le echasen agua sobre la cabeza para ir al Cielo.

Estas palabras iban acompañadas de tanta unción y fuerza persuasiva que enajenaron el corazón del indio y le dispusieron a cumplir los deseos de tan encantadora Señora.

De ser cierta la declaración del Presbítero Francisco Valenzuela, nombrado cura de Guanare en marzo de 1729, la misteriosa aparición se manifestó al Cacique varias veces y en distintos días, y la Virgen habría aparecido también a otros dos indios tres o cuatro veces. Francisco Depóns (2) agrega: “También vieron a la Santísima Virgen repetidas veces hijos de los indios…” “La aparición tenía lugar cada vez que, mandados por sus padres, iban a la quebrada en busca de agua para los quehaceres domésticos.”

“Estos niños, detenidos por tal motivo más tiempo del necesario en la quebrada, fueron reprendidos por sus padres, los cuales llegaron hasta castigarlos severamente. Al fin, los niños declararon que una Señora muy bella y majestuosa se les aparecía al ir a sacar el agua, y que era tan grande el embeleso que sentían al contemplarla que difícilmente podían apartar de Ella los ojos.
Después de esta confesión los indios comenzaron a notar virtudes prodigiosas en aquella agua, creyeron que alguna intervención divina allí y tuvieran tanta fe en ella que hasta los mismos guijarros de la quebrada los llevaban pendientes del cuello” (3).

Cierto día de la primera mitad del año 1652. Juan Sánchez tuvo que ir apresuradamente para El Tocuyo en un asunto de importancia, siguiendo la vía que denominaban del Cauro, la cual pasaba cerca del sitio donde vivían los indios Coromotos.

El Cacique de los Coromotos, que estaba en espera de algún blanco para informarle de su resolución, salió al encuentro de Juan Sánchez en cierto punto de la montaña y le refirió lo mejor que pudo como una bellísima Señora se le había aparecido y mandado echar agua sobre la cabeza, con el fin de ir al Cielo, y añadió que tanto él como los suyos estaban resueltos a cumplir los deseos de tan excelsa Señora.

Juan Sánchez, sorprendido al oír la relación del indio, le manifestó que gustoso podía llevarlos a tierra de blancos, pero que como iba de apuro para el Tocuyo tenía que esperar su regreso, que sería dentro de ocho días completos. Propuso al Cacique que mientras tanto él y los suyos se preparasen para el viaje a Guanaguanare.

Convino el indio con la proposición de Juan Sánchez y éste siguió su ruta, pensando que lo sucedido era un caso extraordinario que evidenciaba una intervención sobrenatural.

Entre Guanare y Tocuyo, siguiendo el camino de la Raya-Guarico, hay aún en nuestros días un sitio denominado el Cauro, lo que nos inclina creer que esta fue la vía seguida por Juan Sánchez, por lo cual se presume que los indios vivían en la región de La Raya, junta a la quebrada de este nombre o cerca del rio Amorador (Morador) o uno de sus afluentes.

Cumplidos los días señalados, Juan Sánchez, vuelto del Tocuyo, estaba con los indios. Toda la tribu de los Coromotos, compuesta de un centenar de personas, poco más o menos, y capitaneada por su Cacique y Juan Sánchez, emprendió marcha hacia las riberas del Guanaguanare.

Depóns dice que los indios que salieron de la montaña con Juan Sánchez, eran de 600 a 700, número que consideramos muy exagerado; en efecto, después que el misionero capuchino Fray José de Nájera se separó de la Misión de los Coromotos, estos volvieron a sus antiguos parajes, des los cuales regresaron definitivamente en 1698, en número de 78; pero como algunos indios se habían ya separado de su tribu, deducimos que su número primitivo alcanzaría cuando más a un centenar de personas.

A corta distancia, al norte de Soropo, estaba la confluencia del río Guanaguanare con el Tucupido (o Tucupío, como decían entonces). El ángulo del vértice de su confluencia formaba una hermosa explanada alta, circunscrita al Este por una barranca elevada, en cuyo pie corría el caudaloso Guanaguanare; por el Norte se extendía la selva tropical, virgen y tupida, limitada por ambos ríos, abríase progresivamente hasta las sabanas que llaman de San José y de los Claveles. Por todo el centro de la selva corría una quebrada de aguas cristalinas y abundantes, que hoy día se denomina Quebrada de la Virgen, y que por tal motivo muchos, erróneamente, creen ser aquella en cuya corriente se manifestó la Madre de Dios a los indios.

Tucupío (hoy decimos Tucupido) era entonces el nombre con el cual designaban la altiplanicie descrita, a no dudar por el rio de este mismo nombre que la circunscribía por el Oeste. Con este mismo nombre se designó también toda la extensión a lo largo del rio hasta el pie de la serranía, dos leguas al noreste, incluyendo a la sabana a la que más tarde se trasladó el pueblo de los Coromotos. Juan Sánchez escogió la hermosa altiplanicie que formaba el ángulo entre la confluencia de los ríos Tucupío y Guanaguanare para establecer el asiento de los indios. El sitio ofrecía ventajas excepcionales, la vecindad de ambos ríos, donde viven diversidad de peces y la selva donde abundaba la cacería, darían a los indios la bases de su primera alimentación; la exuberante fecundidad del suelo produciría el ciento por uno en los cultivos que habrían de emprenderse; además, la relativa vecindad de Soropo le permitiría cierta vigilancia sobre sus protegidos.

Juan Sánchez salió luego para la Villa del Espíritu Santo de Guanaguanare y puso en conocimiento de las autoridades todo lo sucedido. En aquellos tiempos los cabildos de Venezuela o Consejos Municipales de hoy, gozaban de una autoridad tal que la que tienen ahora no es siquiera de la que disfrutaban entonces. Una Real Cédula de Felipe II, dada en Toledo a 8 de diciembre de 1560, facultaba a los alcaldes para gobernar con entera autoridad cada uno en su distrito, por muerte del Gobernador, y como precisamente el 14 de julio había fallecido en Caracas el Maestro de Campo Pedro León Villarroel, Gobernador y Capitán general de Venezuela, y no había sido suplida su vacante, los alcaldes de Guanare, don Baltazar Rivero de Losada y don Salvador Serrada Centeno, en virtud de la referida Real Orden, gobernaban la villa de Guanaguanare y su territorio, con plena y absoluta autoridad. Los alcaldes dispusieron entonces que los indios quedasen en el sitio señalado por Juan Sánchez, lo encargaron de su cuidado, con la comisión de señalarles tierras para sus labores y sobre todo adoctrinarlos en los rudimentos de la Religión Cristiana.

El abnegado español cumplió su cometido con el mayor cuidado, sin escatimar medio alguno para hacerles cómoda y placentera su permanencia en Tucupío. Los aborígenes construyeron allí sus rancherías, recibieron las tierras distribuidas y contestos asistían a la explicación doctrinal que con mucho fruto les daba el castellano, a quien ayudaban en tan ardua empresa su señora y los dos otros compañeros antes nombrados.

No tenemos datos certeros para poder fijar con toda precisión la fecha exacta de la salida de los Coromotos y su establecimiento en la confluencia del Tucupido con el Guanaguanare. Depóns dice que fue en 1651, fecha que debemos rechazar absolutamente, ya que el acta de entrega y propiedad de las tierras donde se fijaron los indios, dadas a Diego Pacheco Carvajal (biznieto del fundador de Guanare) el 15 de enero de 1652no se alude ni remotamente a la presencia del aborígenes en las mencionadas tierras; de haber estado allí, para salvaguardia de las leyes protectoras de indios, entonces en vigor, necesariamente se les hubiese mencionado, señalando los derechos que los asistían. El establecimiento de los indios en la confluencia de los ríos debe, pues, fijarse sin género de duda desde enero de 1652 a agosto del mismo año.
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(1)   Existen aún hoy en día en esa región unos terrenos con el nombre de Soropo pero están situados en la margen izquierda del río.
(2)  Francisco Depóns, ex-agente del Gobierno francés, en Caracas, publico en París, en 1806, una obra titulada: Voyage a la Partie Orientale de la Terre. Ferme Dans I’Amérique Méridionale (tres tomos). Depóns, en esta obra trata exclusivamente de Venezuela, provincia que recorrió y visito antes del año 1790. En las páginas 167-171 habla de Guanare y de Nuestra Señora de Coromoto.
(3)  No sabemos dónde Depóns tomo esos datos, que publico también Francisco Izquierdo Martí en el número 6 de “La Inmaculada”, seminario religiosos que se publicaba en Caracas en 1904. Tal vez leería estos datos en la Información de Juan Caldera de Quiñonez. (Véase capítulo XVIII de esta obra.) Tanto las declaraciones del P. Valenzuela como las de Depóns se dan como información ilustrativa sin poder confiar su veracidad.

APARICIÓN DE LA VIRGEN MARÍA EN LA CHOZA DEL CACIQUE COROMOTO


 El éxito iba coronado la apostólica labor de Juan Sánchez y de sus compañeros; los Coromotos, dóciles a las enseñanzas de sus catequistas recibían las aguas bautismales y se regeneraban en este baño purificador.

El Cacique, al principio, asistía gustoso a las instrucciones, mas después se fue poco a poco disgustando con su nueva situación y anhelando por la soledad de sus bosques, se apartó de las reuniones de Juan Sánchez, sin querer aprender la doctrina cristiana, ni recibir las saludables aguas del bautismo.

 I

EL BOHIO DEL CACIQUE COROMOTO.

LLEGADA DEL CAPITAN DE LOS COROMOTOS A SU CHOZA

 Por la tarde del sábado 8 de septiembre de 1562, dispuso Juan Sánchez reunir a los indios Coromotos que trabajaban en Soropo, en vista de lo cual el castellano insto al Cacique a que se juntara con sus compañeros y asistiera a los actos religiosos que iban a practicarse en el caney (1), que para estas reuniones tenia dispuesto junto a su habitación. El indio se negó rotundamente a esta invitación y mientras sus compañeros honraban con sus humildes preces a la excelsa Reina de los cielos y tierras, él, con grande enojo y rabia, salió aceleradamente para Coromoto (2).

El bohío (3) del Cacique Coromoto es el mejor del grupo de chozas que se asientan sin orden ni medida, sobre la explanada de Tucupío, sin embargo es pequeño y pobre; unas cuantas varas de cada lado son la extensión de su perímetro; sus paredes de bajareque (4) son bajas y sostienen un rustico techo de pajas. Una sola y pequeña puerta de entrada al corto recinto de esta choza, donde al anochecer de este sábado 8 de septiembre de 1652 se hallaban la Cacica, su hermana Isabel y un hijo de esta última, indiecito muy agraciado, de solamente de doce años de edad, que unía, al candor de la inocencia, la sencillez y rectitud de un corazón bueno.

En un rincón de la choza ardía fuego, en medio de gruesos guijarros que sostenían el tosco budare (5) de tierra cocida, en el cual las dos indias preparaban el tradicional cazabe; mientras el indiecito, sentado sobre un duro leño, descansaba dulcemente. Había llegado de Soropo esa misma tarde con el objeto de ver a su madre, pues, de ordinario se quedaba con la esposa de Juan Sánchez, ayudándole en sus múltiples ocupaciones diarias.

Al pálido fulgor de las ardientes ascuas, distinguíanse apenas los pobres objetos que formaban el ajuar de esta rustica vivienda: en la pared el arco, arma indispensable del indio y en cuyo manejo el Cacique era hábil y experto maestro; al lado, en el rincón opuesto al fogón, la rustica barbacoa (6) y junto a ella, el duho (7) de cuero de venado, donde el Cacique descansaba, tras un larga cacería en la sabana o una pesca en el rio vecino.

Cuando menos lo esperaban las dos indias, llego el Cacique a Tucupío, triste y maltrecho; sin decir palabra se tiró inmediatamente en la barbacoa. Las mujeres atribuyeron el tedio y descontento que en él notaban a un acceso de ira y ninguna se atrevió siquiera a decirle la menor palabra.

El astro del día, desaparecido tras las lejanas montañas, ocultaba ya los resplandores de su luz, y la noche extendía su manto de tinieblas sobre la inmensidad de la llanura y de la selva. La grandiosa bóveda del firmamento aparecía con su profundo azul, tachonada de innumerables estrellas y la plateada luna, que salía en el oriente, bañaba con su pálida luz la dormida llanura.

Solo interrumpía el silencio profundo de aquella noche el ultimo trino de algunas avecillas. Las aguas del caudaloso Guanaguanare y las del Tucupido, su vecino tributario, oíanse apenas, confundiendo su lejano murmullo con el susurro de las hojas de cedro y de la ceiba, que al paso del aura se inclinaban y movían dulcemente. Diversidad de innumerables pájaros descansaban sobre las enhiestas copas y ramas de los árboles de las orillas de los ríos, distinguiéndose solamente la blanca silueta de la hermosa garza. Todo, todo era reposo, todo tranquilidad; solo el inquieto alcaraván lanzaba de vez en cuando por los aires sus agudas y estridentes notas, cuyo vibrante sonido repercutía en la silenciosa noche. En las chozas del pueblecito de Tucupío esparcidas sobre la planicie y a los pies de los árboles de la selva, los niños sobre toscas esteras, reposaban dulcemente. Dormid, niños de la selva; dormid, pues vuestras almas, regeneradas en las aguas del bautismo, son más blancas que la nieve de la elevada cima andina que refleja sobre la llanura la luz del sol naciente. Dormid, pues vuestros émulos, los querubes de la gloria, ya bajan de los cielos, formando grandiosa escala, por donde ha de descender la Augusta Reina del Empíreo.

Afortunada eres, humilde choza del capitán Coromoto, pues María, la Madre de Dios viene hacia ti.

Ella, que tiene la luna por escabel, el sol por vestidura y por mando las estrellas del firmamento, se acordó de que también era “Flor del Campo”, “Lirio del Valle”, “Manzano entre los arboles de la selva”; y para suavizarnos con el perfume de sus fragantes flores de virtudes, recrearnos con la consideración de su amor y compasión, y hacernos gustar el delicioso fruto del manzano de su culto y devoción, prefirió la choza de la selva y los silvestres lirios del Guanaguanare y Tucupido al alcázar de los reyes y ricos de este mundo y al ambiente de sus perfumados jardines.

En su rústico y pajizo bohío, el Cacique, revolcándose en su barbacoa, era el blanco de una lucha oculta, pero terrible. En su imaginación veía la quebrada…, la Gran Señora que se le había aparecido…; oía su voz, esa voz tan dulce, tan arrebatadora, cuyo solo recuerdo le alegraba el espíritu y le serenaba el dolorido corazón. Con todo, otros pensamientos turbaban su melancólico y triste carácter: su orgullo, humillado por la obediencia, su desenfrenada libertad, sacrificada en la encomienda, clamaban por la completa emancipación; cierta rabia interna e inexplicable, odio que atizaba el padre de la mentira, el espíritu del mal, le pintaba el bautismo, la religión, la vida de los blancos como odiosa e insoportable.

El sembrador de la cizaña creyó su presa segura, pues el Cacique estaba ya resuelto a huir, en solicitud de sus montañas y antiguas habitaciones.
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 (1)     Caney, cobertizo, construcción cuyo techo está sostenido por pilares de madera; en voz haifiana. Ramada grande en las tierras cálidas, (Cuervo, Apunt. Crit., S. V.)
 (2)     Ya sabemos que el sitio donde se establecieron los Coromotos, en el ángulo formado por la confluencia de los ríos Tucupío y Guanare se llamaba Tucupío; pero Juan Sánchez y los demás lo designaban más bien Coromoto, por ser el asiento de los indios de este nombre. Nosotros lo designamos indistintamente con uno y otro nombre.
(3)     Bohío o buhío, casa pajiza, choza, cabaña, nombre con el cual los indios designaban sus habitaciones.
(4)     Bahareque en voz antillana y significa pared hecha con palos, paja, cañas y barro, amarrados con bejucos. Algunos dicen bajareque y pajareque. (Pedro Montesinos, “Estudios de Voces Indígenas.)
(5)     Budare, voz antillana o caribe, que significa tiesto de tierra cocida, casi plano, en que se cuece el pan de maíz y el cazabe. Hoy los hay de hierro. (Pedro Montesinos, “Estudios de Voces Indígenas.)
(6)     Barbacoa, voz caribe. “Su sentido originario hubo de ser zarzo cuadrado u oblongo, sostenido por puntales, donde nuestras acepciones de cama así hecha, y de andas o camillas, y otras que hemos olvidado y son conocidas en otras partes” (Cuervo, Ap. Crit., S. V. ).
(7)     Duho, voz caribe, con la cual los indios designaban una especie de asiento, propio a los caciques.

LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA APARECE EN LA CHOZA.
__ EL CACIQUE LA QUIERE MALTRATAR.__ 
MARÍA NOS DEJA UN RECUERDO DE SU APARICIÓN EN UNA MILAGROSA IMAGEN

En este estado de acerba tristeza y melancolía estaba el indio, cuando por un misterio inexplicable de cariño y amor de la Madre de Dios a un pobre hijo de la desgraciada descendencia de Adán, bajo a la choza del Cacique, en medio de invisibles legiones de radiantes y hermosos ángeles, que formaban su cortejo y séquito. Habían transcurrido apenas unos instantes desde la llegada del Cacique cunado de modo visible y corpóreo la Virgen Santísima se presentó al umbral del bohío del Cacique.

De todo su ser se desprendían copiosos rayos de luz, que bañaban el corto recinto de la choza, y eran tan potentes y fuertes que, según declaro la india Isabel, “eran como los del sol cuando está en el mediodía”, y sin embargo, no deslumbran, ni cansaban la vista de aquellos felices indígenas que contemplaban tan grande maravilla.

Bajo la influencia de estos inesperados resplandores, que trocaron las tinieblas de la noche con la claridad del día, el cacique volvió la cara, y al instante reconoció a la misma “Bella Mujer” (1) que meses antes había contemplado bajo las aguas de la plácida corriente en sus montañas, y cuyo recuerdo jamás había podido borrar de su memoria.

Distintas a las del Cacique eran las emociones de las dos indias y del niño, quienes, rebosantes de satisfacción y contento, se deleitaban en contemplar a Aquella Criatura sin rival, alegría de los ángeles, encanto de los elegidos, espejo done se reflejan las infinitas perfecciones de la Divinidad.

El indio pensaría probablemente que la Gran Señora venia para reprocharle su mal proceder e impedirle la fuga. Pasaron unos segundos… el Cacique rompió el silencio y dirigiéndose a la Señora le dijo con enojo: “¿Hasta cuándo me quieres perseguir? Bien te puedes volver, que ya no he de hacer más lo que me mandas; por Ti deje mis conucos y conveniencias y he venido aquí a pasar trabajos.”

Estas palabras inconsideradas e irrespetuosas mortificaron en gran manera a la mujer del Cacique, la cual riñó a su marido diciendo: “No hables así con la Bella Mujer, no tengas tan mal corazón.”

El Cacique, montando en cólera y encendido en rabia, no pudo por más tiempo soportar la presencia de la Divina Señora, que permanecía en el umbral, dirigiéndole mirada tan tierna y cariñosa, que era capaz de rendir al corazón más duro y empedernido; desesperado, da un salto fuera de la barbacoa, coge el arco de la pared, tembloroso saca del carcaj una puntiaguda flecha, con la torcida intención de amenazar con ella a la Señora, llegando su locura hasta decirle: “¡Con matarte me dejarás!”

En este preciso instante la excelsa Señora entro en la choza, sonriente y serena, más hermosa y resplandeciente que el sol y más bella que la luna en su esplendor; se adelantó y se acercó al Cacique, el cual, al imperio y respeto de tanta majestad y grandeza o porque le estrechará de modo que no tuvo lugar para el tiro, rindió las armas y arrojo el arco contra el suelo.

Con todo, se lanza aún sobre la Soberana Señora para asirla de los brazos y echarla fuera…, extiende ligero las manos… y veloz hace el movimiento para agarrar a la Santísima Virgen…; pero en ese preciso instante la celestial visión desaparece repentinamente y lóbregas tinieblas suceden a la vivida luz que había iluminado el bohío, teatro de tan grande maravilla; solamente se percibía el pálido resplandor del fogón que proyectaba la negra silueta del Cacique sobre la pared.

Las dos indias y el niño sintieron acerba pena por la pésima conducta del indio y por la desaparición de la Bella Mujer cuya vista había sido para ellos en extremo dulce y embelesadora. La buena mujer del Cacique riñó nuevamente a su marido, reprochándole su torpe e inconsiderado proceder para con la Soberana Señora.

El Cacique, fuera de sí y mudo de terror, permaneció largo rato inmóvil, con los brazos extendidos y entrelazados, en la misma posición en que quedaron cuando hizo ademán se asir a la Virgen. Tenía una mano abierta y la otra cerrada, que apretaba cuanto podía, pues algo tenía en ella; y en su corto sentir creía que era la “Bella Mujer” a quien había atrapado.

La india Isabel, sin entender lo que acababa de suceder, dijo a su cuñado:

__”¿Sabes lo que ha sucedido?”

Balbuciente y tembloroso el indio contestó:

__”¡Aquí la tengo cogida…!”

Las dos mujeres, profundamente impresionadas y conmovidas, bien por lo que acababan de presenciar, bien por algún impulso soberano o excitadas de la curiosidad, añadieron:

__”Muéstranosla para verla…”

El Cacique se acercó entonces a las ascuas, que todavía ardían; alargo la mano, la abrió y los cuatro indígenas reconocieron ser aquello una Imagen y creyeron que era la efigie de la “Bella Mujer”. Al abrir el Cacique la mano, la diminuta imagen despide rayos luminosos, que produce gran resplandor y creen los indios ser fuego natural que la Gran Señora lanza contra ellos. Sudor frio fluye del cuerpo del indio, y con el mismo enojo y rabia de antes, envuelve la milagrosa Imagen en una hoja y la esconde en las pajas del techo de su casa diciendo:

__”¡Ahí te he de quemar para que me dejes!”
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(1)  Expresión que usaban los indios para designar a la Virgen que les aparecía.



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